Hola a todos.
Esta es la segunda parte de "La vida de Najea", una historia que estaré compartiendo con ustedes. Espero que la misma esté siendo del agrado de todos y de igual forma les dejo el link del Capítulo I.
Al día siguiente desperté como a las 8 a.m. Me dolía el cuello por haber dormido en el sofá. Intenté seguir durmiendo, pero la música cristiana de una vecina interrumpió amargamente mi sueño. Como no pude volver a quedarme dormido, fui hasta la habitación de Natalia y estaba medio muerta. «Qué bueno que no es de esas mujeres que roncan», pensé. Salí del apartamento y bajé los trece pisos en el ascensor. Esperé durante diez minutos a que alguien abriera la puerta que daba a la calle. Una señora de unos setenta años —con su melena blanca— se acercó y me miró con una sonrisa en el rostro.
—¿Te usaron y te echaron a la calle? —dijo la señora mientras jugaba con sus llaves. Al parecer ella no podía dejar de sonreír.
Yo sólo pensaba: «¿Es que ya nadie da los buenos días?».
—¿Podría abrir la puerta? —dije yo mientras me levantaba del suelo.
—Estos muchachos no terminan de aprender —dijo mientras abría la puerta.
—Gracias, señora. Buen día para usted y para sus canas.
Caminé hasta la estación Dinks del metro. Estaba hambriento. Abordé el tren y salí del mismo en la estación Braille que quedaba cerca de mi apartamento. Por suerte para salir estaban las escaleras mecánicas, porque realmente no tenía fuerzas para subir caminando.
De camino a casa me topé con Sergio, un viejo amigo que de vez en cuando desayunaba conmigo. Me invitó a desayunar y acepté sin pararme a pensarlo ni siquiera. Llegamos a un pequeño negocio que normalmente estaba hasta el tope por tener fama de vender los mejores desayunos de la zona. Sergio pidió dos empanadas y un jugo de naranja. Yo, en cambio, pedí tres empanadas, una merengada de cambur y pan francés recién preparado.
—Sí que estás hambriento —dijo Sergio sarcásticamente.
—No tienes idea de cuánto —dije yo con un toque de gracia—. Lo único que me he comido desde ayer es a Natalia, que siempre sabe cómo alimentarme.
—Y siempre tiene un postre guardado —soltó una risa un poco innecesaria.
—Es la mejor chica que existe en el mundo –dije mientras devoraba una empanada.
El resto de la charla transcurrió muy divertida. Nos pusimos al día con algunas cosas que hacía un tiempo no hablábamos. Me contó que estaba sin empleo porque golpeó a un gerente que lo había insultado. Yo le conté que me iba bien en el trabajo, que tenía una vida organizada dentro de lo que cabía, que a veces escribía cosas, que Paula —mi ex novia— me había dejado y que incluso había adoptado un gato. Todo lo que salía de mi boca parecía muy triste, y en efecto así era, pero no era tan malo.
Terminamos de comer y pedimos dos cafés —siempre he amado el café, así que no podía irme sin tomar uno—. Él me comentó que su esposa —una morena muy celosa, tanto que resultaba molesto encontrárselos a ambos porque siempre intentaba manipularlo— estaba cada vez más insoportable: no le permitía invitar amigos a su casa, cada cierto tiempo lo abordaba con preguntas, revisaba sus cosas, incluso quería tener posesión de sus tarjetas bancarias. Yo claramente pensaba que ella estaba loca, totalmente loca. «¿Cómo alguien puede intentar tener el control absoluto de otra persona, y más aún, de su pareja?», pensaba. Eso era muy extraño, quizá porque nunca me había ocurrido, y no tanto porque no pudiese pasar, sino porque yo no lo permitiría.
Nos levantamos de la mesa y salimos de lugar. Le di la mano y me despedí. Él me propuso vernos de nuevo y tomar unas cervezas. «¿Con qué dinero pagará esas cervezas si está desempleado?», pensé. Acepté dicha propuesta por cortesía, porque ni él ni yo sabíamos cuándo volveríamos a vernos. Di media vuelta y caminé hacía mi apartamento.
Llegué al lugar que llamaba «hogar», porque me sentía cómodo estando solo sin nadie a mi alrededor que me molestase. Tiré las llaves sobre la mesa de la cocina y me quité los zapatos, dejándolos tirados en la cocina. Fui a encender el calentador de la ducha y esperé a que estuviese caliente el agua. Caminé hasta la sala y seleccioné uno de mis discos de Pink Floyd (Delicate Sound of Thunder) y lo puse a reproducir. Preparé café y me metí al baño.
Luego de ducharme me serví una taza de café y fui al cuarto a ponerme algo de ropa. Me sentía inútil, desvalorado, usado. Pero, ¿usado por qué o por quién? «Usado por la sociedad», pensé. Me senté en la cama y estaba como zombie: medio muerto, medio vivo. Mis ojos se cerraban solos. A pesar de haber dormido en casa de Natalia, sentía que no había descansado en días. Me tiré hacia atrás, quedando boca arriba sobre la cama y pensé muchas cosas hasta quedarme dormido.
Continuará...
Historia original de Ajean Medina | Fuentes de las imágenes: I, II, III, IV, V, VI