Mórbidamente idiota
Llegué a este pueblo con la esperanza de encontrar nuevas alternativas, algo que me sacase de la monotonía en la que me encontraba. Un paraje pequeño, olvidado por el tiempo, pensé que era el escenario perfecto para una aventura. Sus calles empedradas, las casas de madera con ventanas adornadas con cortinas de encaje y puertas pintadas de vivos colores transmitían una sensación de calidez y misterio al sitio. Todo tenía un encanto rústico que me atrajo de inmediato.
El primer día me instalé en una posada local. La dueña, una mujer mayor con una sonrisa amable y arrugas que parecían caminos recorridos de décadas pasadas, me dio la bienvenida y me contó relatos sobre el lugar. Me platicó de la vieja mina abandonada a las afueras del pueblo, que según ella estaba llena de enigmas y leyendas. Noté que sus ojos brillaban con una mezcla de advertencia y nostalgia mientras me describía las supuestas luces y ruidos extraños que los lugareños habían relatado a lo largo del tiempo.
Mi curiosidad, siempre mi peor enemigo, me llevó a explorar la mina al día siguiente. Caminé por el polvoriento sendero hasta llegar a la oscura y ominosa entrada. La adrenalina corrió por mis venas cuando encendí la linterna y me adentré en el túnel. El aire del interior era frío y húmedo, impregnado de un olor rancio y terroso que invadió mis sentidos. Las paredes de roca, cubiertas de musgo y líquenes, parecían susurrar secretos, y cada paso que daba retumbaba en la oscuridad, creando un eco que me ponía los pelos de punta.
Dentro, el ambiente era opresivo y silencioso. Encontré viejas herramientas oxidadas y restos de lo que una vez fue una próspera explotación minera. Palas, picos y carretillas abandonados yacían por todas partes, cubiertos de polvo y telarañas. Pero lo que realmente captó mi atención fue una puerta metálica al final del túnel, cerrada con un pesado candado cubierto de óxido.
Mi instinto me dijo que debía dar la vuelta, pero nuevamente la maldita curiosidad me empujó a seguir adelante. Entonces tomé una piedra grande y la utilicé para romper el candado. La puerta se abrió con un crujido que resonó en todo el túnel, revelando una sala oculta. Dentro había documentos antiguos, mapas y una caja fuerte de metal. Los documentos estaban escritos en un lenguaje arcano y los mapas mostraban rutas de alternativas que yo nunca imaginé que existían.
Sin pensármelo dos veces, abrí la caja fuerte y encontré una fortuna en monedas de oro. Mi corazón latía con fuerza al imaginar las posibilidades. Pero mi euforia duró poco. Porque al intentar salir de la mina, me encontré cara a cara con dos hombres fornidos y de aspecto siniestro. Vestían ropas negras y botas de cuero, y sus miradas eran frías como el acero.
—¿Qué coño crees que haces aquí? —gruñó uno de ellos, con una voz que me heló la sangre.
Intenté explicarme, pero antes de que pudiera decir una palabra, me golpearon en la cabeza y todo se volvió negro.
Me desperté en una habitación fría y oscura. Tenía las manos atadas y la cabeza me palpitaba de dolor. No tenía idea de cuánto tiempo había transcurrido; no obstante, sabía que estaba en problemas. Ya que los hombres que me habían capturado formaban parte de una organización criminal que utilizaba la mina abandonada como escondite para sus actividades ilegales. Sus voces resonaban en mi cabeza mientras discutían qué hacer conmigo.
Me interrogaron durante horas, intentando averiguar quién me había enviado y qué sabía. Les dije la verdad, que solo era un idiota curioso que había tropezado con su escondite por accidente; sin embargo, no me creyeron. Me golpearon y torturaron, para sacarme información que no tenía. Sentía cada golpe como un recordatorio de mi estupidez y de mi incapacidad para seguir mi instinto.
Finalmente, me dejaron en el suelo, sangrando y exhausto. Pasaron días, quizá semanas, no lo sé antes de que la policía descubriera por fin el escondite y me rescatara casi moribundo. Pero para entonces ya era demasiado tarde, me habían acusado de robo y conspiración, y las pruebas contra mí eran abrumadoras.
Al igual que las monedas de oro y documentos antiguos habían desaparecido, dejándome sin pruebas de mi inocencia.
Ahora, mientras escribo estas líneas desde la cárcel, me doy cuenta de lo idiota que fui. Mi curiosidad me llevó a un lugar al que nunca debí acceder. Y aunque mi cuerpo está aquí, mi mente sigue atrapada en esa mina oscura, preguntándome qué habría pasado, si hubiera hecho caso a mis instintos y hubiera dado la vuelta.
La noticia de mi detención se hizo rápidamente viral. Acá en la prisión muchos llenaron su cabeza de teorías y especulaciones sobre mí y los secretos que guardo de la mina. Incluso me relacionan con un alto jefe de la mafia y algunos desgraciados me protegen por lealtad a la organización. Tal vez esperan una tajada de la fortuna que supuestamente escondí.
Por mi abogado sé que amigos y familiares han intentado defender mi nombre, pero la sombra de la duda siempre está presente. Quizá en el pueblo, la gente ahora susurraba historias sobre el forastero que llego en busca de aventuras y acabó atrapado en una red de engaños y peligros.
Cada noche, desde mi celda, oigo el crujido de las páginas del periódico que lee el guardia de turno, lo imagino buscando, escudriñando la información y recuerdo cómo mi búsqueda de lo desconocido me llevó a la perdición.
Sigo aquí, esperando un rayo de esperanza, una señal de que algún día se revelará la verdad y este idiota que soy puede ser libre.
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