(Spanish)

La espadaña macabra

_{Autor: @nachomolina2}

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Caminé por un derrotero curvo de acentuada pendiente.

Ladeado y charcoso, como el lomo de una sierpe dejaba ver de sus escamas, la luna, parpadeante, como un ojo de vigilia.

Iba yo, a la parte ulterior de un fundo el cual había comprado conjunto con una bienhechuría antiquísima, por demás, macabra.

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Desconocía por completo de aquella morada ubicada en una colina redonda, cuya redondez, el despeñadero gobernada con un halo de tristísimo silencio, casi sepulcral, era el imán de la noche vestido en su negro atuendo.

La senda era muy accidentada y yo, en derrape, para lograr sostén hundí mi herramienta al lecho de la roca, momento justo, cuando escuché el quejido mínimo aparentemente proferido por la misma tierra.

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Entonces, decidí tantear hurgando cuesta arriba con mis propias manos, dado que, un frío espasmo recorrió mi espalda y cada vertebra de la columna sufrió la escalada de pavura.

De acuerdo con las formas indistinguibles, según mi trasteo, estaba yo, en lo que aparentaba ser un campo de huesos o en una ribera de troncos secos arremolinados en la blandura de un caldo pantanoso.

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Continué en ascenso por el sinfín derrotero con ese arrimo terrorífico hinchante de mi afán interventor.

Circundaba los lindes de la propiedad, más como un mal necesario, que como un grato reconocimiento.

Al principio, fui movido por unos gritos que salían del usufructo templete ubicado en la cima, tanto como, por un extraño traqueteo, similar al que producen las bestias de remolque.

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El rellano era un promontorio de sombras hondonadas en un manto que excedía el espectro visual.

Creó en mí la sensación apantallada de estar frente a la misma nada, una coincidencia casual, aunque no conciente, de lo que han de ser algunos de mis mayores placeres.

Transformó mi espanto en delectación. Sensiblemente cautivo, fui colmado de un increíble gozo atrapado por las sombras que me liaban, llamándome, melosas, como llama la leche al infante, como la voz de arrullo, que calma el lloriqueo de un niño con el cántico manjar emanado de la noche.

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Así, llegué a la espadaña, la bienhechuría, aquella que por añadidura era parte inalienable del fundo.

Dos postigos megalíticos de arco superior continuo, entramados, con dinteles de refuerzo donde apuntalaban sendos maderos que sostenían un campanario.

El címbalo pendular de bronce era columpiado ligeramente bajo su propio peso, poco maleable, estaba cubierto en óxido verdoso.

Era una muralla construida con bloques areniscos que se prolongaban hasta el cielo y se perdían de mi vista, quien a la vez, permanecía estupefacto parado en el periplo.

_{fuente de imagen: pixabay}

Me resbalaba sobre las cáscaras de una superficie que bañaba mis pies, continuamente, con finas lágrimas de un nacarado y triste color rosa.

Pequeños surcos apenas perceptibles que se escurrían de la loseta, resbaladizos, manando de los adobes suspicazmente, parecidos a hilos de sangre, que convergían en un légamo como desecho.

Como si fuera aquello un muro de fusilamiento.

Donde luego desbarrancados, los cuerpos, eran no más, que aquel caldo de cultivo que había yo tanteado metros más abajo.

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Varias preguntas se subieron al tren de mi pensamiento, inquietantes, sinuosas:

¿Y qué de los gritos que yo hube escuchado?

¿Y de aquel lloro de niño desamparado?

La brecha estaba removida en su angostura, tenía enmarcadas las ruedas de una carreta, lo cual, se correspondía con el traqueteo que también yo había escuchado.

¿Acaso era aquel el carretón de la muerte rondando por estas tierras?

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Ahora la espadaña se convertía en un misterio por resolver, quería yo, ayudar o al menos acercarme a una solución.

Con apresuro, seguí el rastro de la carreta sumergiéndome por completo en la oscurana, aun con miedo, sentía también una cuota de enfermizo placer.

Daba cualquier cosa por saber de la espadaña, el porqué de su ahuyento, de esa impresión agónica desgajada como maldición donde se escondía el filo de la medianoche, próxima e inminente, que condujo a hacerme más preguntas:

¿Qué hago yo aquí?

¿Cómo vine a parar a esta cúspide macabra, infecunda, donde reina la maldita desolación?

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Fue tal, mi desconsuelo, que traté de reír cuando en realidad la sonrisa había muerto.

Quise saber que me deparaba el destino en este intento de poner control sobre mi propia tenencia de tierras.

Me pregunté a mí mismo:

¿Cuál es la historia real de aquel templete de adoración?

¿Con qué fin, vino a parar en mis manos?

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Hice el intento de invocar, sin éxito, la absurda felicidad, traté por lo menos de darme ánimos.

Lo que irremediablemente, trascendió en la más brutal congoja, ya que, mi propiedad solo me entregaba oleadas de profunda tenebrosidad.

Sincerándome, yo había comprado aquel lote de terreno con la intención de sacarle algún provecho a futuro, además, estaba a buen precio.

Sin embargo, ahora, parecía ser mi peor inversión.

Un fundo abandonado, bueno para nada, con una espadaña que me roba el alma y solo me habla con voces de penumbra.

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Y aquella cumbre me propinó las ganas de huir, al mismo tiempo que, espantándome, me tocaba con un antojoso y perturbador abrazo.

Me inmovilizaba, seductora, invitando a quedarme en su contranatural embrujo.

El empedrado se cubrió con una densa niebla.

Y la espadaña brilló detrás como apuñalando al cielo.

Nubes de vapor caían sobre la naturaleza de un trágico final, brumosas, mecidas en el campo de romero que desprendía las violáceas con su fragancia antigua.

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Flores que tejían gráciles, una alfombra mullida la cual escrupulosamente yo tuve que pisar.

Y a cada paso, éstas, soltaban un murmurio ordinario ininteligible que me guiaba al pie de la colina, ondeante como el lomo de una sierpe.

Donde me esperaba un cubil desocupado guiado por un celador, el carretón, tirado de poderosas bestias.

Y un ojo gigante iluminó los rincones del fundo, al tiempo, que se dejó escuchar el estrépito del campanario.

Y yo, los miré con maquinación, fijamente, esperando el momento...

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