Con los años, Juvencio se había convertido en un hombre con muchas desdichas acumuladas. La última de ellas y tal vez la más importante, no por más reciente sino porque involucraba su corazón maduro, tenía nombre y apellido: Dolores del Río. Mujer de cabello negro, figura esbelta, ojos achinados y mucho menor que Juvencio.

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De raíces indígenas, Juvencio pedía, cada día, a sus ancestros que Dolores correspondiese a sus sentimientos y aunque no percibía ningún cambio en ella, no perdía la esperanza:

_¡Ay, si Dolorita me quisiera, qué feliz sería! -repetía Juvencio mirando el cielo. Su desesperación llegó a tal extremo que le prometió a la luna un día:

_Si Dolores corresponde a mis sentimientos, cantaré todas las noches a tu belleza. Me haré tu eterno amante, luna.

La luna que había escuchado los ruegos de Juvencio se apiadó de él y ablandó el corazón de Dolores que pronto se casó con Juvencio.

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Y aunque al principio del matrimonio, Juvencio fue muy feliz y cumplió lo que había acordado con la luna, con los meses Juvencio comenzó a renegar su edad:

_¡Ay, si no fuera viejo, si tuviera la fuerza y la vitalidad de un lobo, haría feliz a Dolores! -continuó con su lamento- ¡Ay, Luna, si me hicieras el milagro, cantaría para ti hasta el final de mis días!

Pidió Juvencio con tanta fuerza que la luna escuchó sus ruegos y le dio al hombre lo que pedía.

Con los años, aunque el espíritu de Juvencio era de un joven, su cuerpo envejecía inevitablemente y aunque habría querido seguir viviendo para adorar a su amada, un día murió. La luna, que le había concedido todos los deseos a Juvencio esperando que él cumpliera su promesa, tomó el espíritu del hombre y lo sembró en el cuerpo del gran lobo. De allí que cada noche, se puedan escuchar a los lobos aullarle a la luna, pero realmente es Juvencio cumpliendo su promesa.

HASTA UNA PRÓXIMA HISTORIA, AMIGOS