Una historia real extraída del diario de Germán que enternecerá sus corazones.

Era un jueves de esos que son comunes en el mes de febrero. Los pájaros cantaban, el sol brillaba, y doña Yesenia, instructora del grupo de yoga, organizaba su clase semanal en el Centro Perú en Chacao, Caracas. Con sus estiramientos imposibles, sus lentes que nunca se le caían y su eterna sonrisa, siempre lograba reunir a varios viejitos crocantes ansiosos por encontrar su zen, aunque la mayoría estaba ahí más por las galletas que ella regalaba al final.

Entre los asistentes destacaba Germán, un hombre de unos años que no vamos a decir, cuya idea de ejercicio físico consistía en alcanzar el control remoto sin levantarse de la cama. Sin embargo, ese día decidió unirse al grupo para impresionar a Yadira, la nueva vecina con un gusto inusual por los leggings color fucsia y las frases motivacionales.

Todo empezó de forma inocente. Doña Yesenia, con su tono maternal, pidió a todos que se concentraran en sus cervicales, estiraran sus espaldas y dejaran fluir la energía. Germán, decidido a parecer experto, siguió la primera instrucción, aunque su espalda crujió como Chese Tris al morderlo.

La atmósfera cambió cuando doña Yesenia sacó el mango de la suerte. Según ella, la fruta tenía poderes ancestrales que ayudaban a liberar tensión y atraer buenas vibras. La tradición era simple, quien pudiera sostener el mango en equilibrio sobre la cabeza durante cinco minutos sin caerse se convertiría en el ser más relajado. Por supuesto, Yadira parecía emocionada con el reto, y Germán, atrapado entre su orgullo y el deseo de impresionarla, levantó la mano para participar.

La primera sorpresa llegó cuando el mango resultó no ser una simple fruta, sino una de cerámica, pesada como un bloque de cemento. El desafío no era del todo fácil. Doña Yesenia colocó el mango en la cabeza de Germán mientras todos miraban con la boca abierta. Al principio, se mantuvo firme, pero entonces un mosquito comenzó a rondar su oreja derecha.

Intentando ahuyentar al insecto sin mover la cabeza, Germán comenzó a realizar movimientos extraños, como si bailara salsa en cámara lenta. La tensión se hizo palpable. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y un hilo de sudor recorrió su frente mientras Yadira le lanzaba miradas entre preocupadas y fascinadas.

El colmo llegó cuando llegó el novio de la hermana de Yadira junto con su perro de gran tamaño. El perro, al ver a Germán, decidió que aquel hombre sudoroso era una amenaza y comenzó a ladrarle furiosamente. Germán intentó ignorarlo, pero su equilibrio ya estaba comprometido. En su lucha por no caer, el dedo meñique de su pie se enredó en una esterilla y, como si fuera un efecto dominó, tumbó a los demás participantes en una caótica maraña de piernas y brazos.

Cuando todos lograron levantarse vieron que Germán seguía en el suelo, con el mango intacto en su mano, pero su dignidad completamente aplastada. Yadira lo miró y, para su sorpresa, soltó una carcajada tan contagiosa que todos, incluida doña Yesenia, comenzaron a reír.

Ese día Germán no ganó el título de ser el más relajado, pero sí algo mejor: la sonrisa de Yesenia y una cita para el siguiente domingo. Claro, siempre y cuando prometiera no tener el mango.