Ladridos de perro
Todo comenzó los primeros días de diciembre. Al principio nadie le dio importancia a las advertencias que hizo el gobierno: ninguna persona podía tener animales en sus casas. El Ministerio de Salud había sacado un comunicado de alarma donde había informado que los animales propagaban un tipo de virus mortal contagioso de cual no se tenía antecedentes.
Los pobladores estaban acostumbrados a las prácticas intimidantes y persecutorias del régimen, que cada tanto, inventaba algo con la única intención de mantener a la gente atemorizada. Por eso, hicieron caso omiso y porque los animales o formaban parte del núcleo familiar o parte del sustento diario.
Pero ante la indiferencia de la gente del pueblo, los del gobierno asumieron medidas más radicales: entraron a cada casa a hacer revisión completa y en aquel hogar donde hallaron animales, no solo eliminaron los animales, también apresaron a sus dueños, por desacato a la ley. Para ese momento, ya habían habilitado unas carretillas de hierros para transportar a los animales para luego llevarlos al matadero, las cuales circulaban en horarios imprevistos.
Luego de las continuas redadas y múltiples encarcelamientos, el pueblo se convirtió en un lugar fantasma, desolado, con casas abandonadas y sin nadie por las calles. Los de seguridad, cada tanto, merodeaban el lugar solo para cerciorarse que se estuvieran cumpliendo las leyes impuestas por el gobierno. En la oscuridad o a plena luz del día se escuchaba el ruido particular de la carretilla aterrorizando a los pocos que quedaban en aquel lugar sin nombre. Pero entre todas aquellas casas arruinadas y solas, estaba la casa de Anastasia.
Anastasia era una anciana que toda la vida había vivido sola, hasta que llegó Milo, un perro callejero que ella había adoptado como si fuera un hijo:
_¿Tienes hambre, Milo? –preguntaba la anciana como si el animal pudiera responderle. También, sin esperar respuesta, Anastasia tomaba comida de su plato y la compartía con el animal, que no solo lamía el suelo, también la mano de aquella mujer que lo había sacado del abandono.
_¡Ven acá, Milo y dame un abrazo! –decía la anciana y el animal corría a treparse al regazo de la anciana.
Por eso cuando, Anastasia se enteró del decreto que prohibía a los animales, escondió a Milo en un lugar que ella había mandado a construir para guardar las semillas en invierno. Al principio fue fácil evadir a los del gobierno, pero cuando las restricciones se intensificaron, Anastasia tuvo que tomar una decisión más contundente: ya no solo escondería a Milo, también debía esconderse ella.
Con esta idea, Anastasia salía poco y cuando lo hacía, intentaba no ser vista por nadie que pudiera estar merodeando por los escombros del pueblo. También había enseñado a Milo a no ladrar. Sin ninguna explicación lógica, el animal permanecía en silencio, agazapado, aunque el peligro estuviera cerca o aunque el ruido de aquella carretilla hiciera temblar sus patas.
A final de aquel año, el gobierno había logrado su cometido: hacer desaparecer a los animales, aunque nadie, más nunca, había hablado de aquel extraño virus. De igual forma, el estar escondida por mucho tiempo, había afectado terriblemente la salud de Anastasia, a la que le costaba moverse y levantarse de la cama. Sus días transcurrían en un pequeño cuarto donde la única conexión que tenía con el entorno, eran los ruidos que venían de afuera.
Al lado de la anciana, junto a su cama, permanecía Milo, como su guardián, su gran amigo: sumergidos los dos en un pozo de silencio. Anastasia no se movía, y aunque su pecho bajaba y subía de manera pausada, prueba inequívoca de que estaba respirando, sus ojos estaban cerrados y su boca cerrada, le daban un aire beatífico. Igualmente, el olor fuerte llenaba el pequeño escondite y la oscuridad era tanta, que cegaba. ¿Qué hora era? ¿Qué día? Anastasia no sabía. Afuera pasaba el tiempo y hacía el frío de la época, solo eso. En un instante, el ruido de la carretilla se escuchó a lo lejos: el rechinar de sus ruedas de hierro como si las carreteras estuvieran pavimentadas de huesos.
Anastasia, al escuchar el ruido, dijo bajito con amor genuino:
_No ladres, Milo, no ladres –y Milo metió su cabeza entre las patas y también cerró los ojos como si con aquel gesto se hiciera invisible.
El ruido de la carretilla se escuchaba más cerca y Anastasia, como pudo, sacó un brazo de la cama y con él tocó el suelo. Milo, al ver aquello, se acercó a la mano de la mujer y comenzó a lamerla:
_No ladres, Milo, no ladres. Quédate callado. Pronto se irán. –repetía Anastasia bajito como si su voz fuera de seda.
Pero el ruido de la carretilla se detuvo en la puerta de la casa de Anastasia. Luego se comenzaron a escuchar los sonidos de unas botas sobre el piso, algunas voces de hombres, golpes contra las paredes y las puertas. No hubo tiempo de nada: el impacto de bala que rompió la madera hizo que Anastasia y Milo abrieran los ojos. Entonces ahí sí, Milo ladró tan fuerte al ver que los ojos abiertos de Anastasia, inertes, fríos, miraban el techo como pidiéndole misericordia al cielo, sabiendo que el virus más mortal eran aquellos hombres de botas.