El ruido que hacen las cosas al caer
Éramos los tres: mamá, papá y yo. Aunque tengo muy vagos recuerdos de esos primeros años, sé que siempre fuimos nosotros tres. Recuerdo a mis padres estar juntos, sentados uno al lado del otro; caminar juntos, con las manos agarradas y muy especialmente, conversar como si fueran dos amigos que después de muchos años se encontraran para contarse la vida.
Mi madre que siempre fue muy alegre, conversadora, complementaba perfectamente a mi padre que era un hombre introvertido, callado, pero muy cariñoso. No exagero si digo que mi madre era como la brisa fresca de la casa, la primavera que le daba color a los días, tal vez por eso, cuando mi madre enfermó, mi padre se volvió más oscuro y ensimismado.
Recuerdo el día que se supo que mi madre estaba enferma. Yo hacía la tarea y mi padre venía con un vaso de agua de la cocina. Mi madre había salido y no llegaba aún. Cuando de repente sonó el teléfono y mi padre lo tomó.
_¡Aló! –dijo mi padre y lo que escuchó al otro lado de la línea telefónica lo hizo soltar el vaso que cayó al piso y se rompió en mil pedazos. El estallido hizo que el lápiz que tenía en las manos también cayera quedando sin punta. Esa fue la primera vez que vi cómo la gravedad atraía los cuerpos hasta volverlos añicos.
La enfermedad de mi madre duró poco, pero mientras duró, mi padre estuvo a su lado, pendiente de ella. Se convirtió en el guardián de sus sueños, en el conversador que nunca había sido:
_Hoy salí y había muchas mariposas en el jardín. Cuando puedas levantarte de la cama, voy a llevarte al jardín para que las veas revolotear entre las flores –le relataba papá a mamá que apenas abría los ojos y sonreía.
_Mira las flores que corté para ti. No son tan bellas como tú, pero también son lindas –decía mi padre ante los ojos cerrados de mi madre.
Un día hubo mucho movimiento en la casa. Llegaron médicos, enfermeras y familiares que solo veíamos cuando había fiesta. Mi padre en un rincón recibía a la gente que se acercaba a él en silencio. De repente, un médico salió de la habitación, le dijo algo a mi padre y este gritó tan fuerte que las paredes de la casa se estremecieron. Los ojos de mi padre se llenaron de lágrimas que comenzaron a desbordarse y rodar por las mejillas hasta caer al piso que con su energía las atraía insistentemente.
Esta energía aniquiladora del suelo o la tierra fue más clara para mí cuando, a partir de la muerte de mi madre, mi padre más nunca levantó la cabeza. Con la cabeza baja, caminaba y hablaba como si una fuerza oculta atrajera su rostro hacia abajo. Así como su rostro, todo el cuerpo de mi padre comenzó a jorobarse, achicarse, como si llevara una carga muy pesada en los hombros o la tierra estuviera reclamando su cuerpo.
Por mi parte, intenté darle alegrías a mi padre, así como mi madre lo hacía mientras estaba viva, pero aunque mi padre hacía el intento de sonreír, las comisuras de sus labios también habían caído bajo el radio de atracción de la gravedad: cada día caían hacia abajo convirtiendo su boca en la boca de una triste marioneta.
Crecí como crecen los árboles, porque así como hay energías que nos empujan al suelo, también hay energías, que llegado su momento, comienzan a impulsarnos hacia arriba:
_Ya estoy más grande que tú, papá –le expresaba cariñosamente mientras veía que mi padre se iba poniendo más pequeño.
_Soy la más alta de la escuela. Hasta mis compañeros de clase son más pequeños que yo –comentaba intentando sacarle una sonrisa a mi papá, que permanecía de pie, estoy segura, solo porque yo no había crecido lo suficiente como para que él cayera en la tentación de la muerte.
Pero meses antes de que yo entrara a la universidad, mi padre no quiso levantarse de la cama. Como esos boxeadores que caen a la lona y les cuesta erguirse, así mi padre permaneció acostado como una vez hizo mi madre. Fue con él que viví en carne propia la desesperación de aguantar un cuerpo para que no sea atraído por el abismo: la angustia de no tener la suficiente fuerza para que mi padre no cayera finalmente:
_Hoy el día está soleado, perfecto para dar una vuelta. Me encantaría dar una vuelta. ¿Me acompañas? –insistía ante mi padre que simplemente negaba con la cabeza, poniendo en práctica lo único que mantuvo hasta el fin: su silencio.
Era noviembre cuando su cuerpo finalmente fue sembrado bajo tierra, vencido por la vida. En esa ocasión fueron mis lágrimas las que cayeron e hicieron un eco que aún hoy escucho y fue mi cuerpo el que cayó, arrodillado, quebrado, en aquella tarde deshojada en la que el sol también caía, agónico, desmayado, convirtiéndose solo en una mancha de oro en el infinito.