Era un pueblo abandonado, deteriorado por el paso del tiempo; habitado solo por mujeres y niños. Quedaba en mitad del camino hacia un pueblo petrolero, por lo que era paso obligado de aquellos que buscaban empleo o mejores oportunidades de vida.

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Los que pasaban por allí, generalmente hombres, se quedaban unos pocos días, después, como si sufrieran de amnesia, jamás a aquel pueblo volvían. Las casas, normalmente, con las puertas abiertas se mantenían y eran posada para aquellos que de todas partes venían. A veces era uno, dos o tres o una oleada de turistas, que solo pernoctaban un escaso tiempo y luego se iban.

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A los meses, después de cualquier despedida, las mujeres del pueblo paseaban sus vientres abultados con mucha coquetería. No había tristeza en ellas, tampoco pena ni angustia: al fin y al cabo habían logrado lo que querían. Ser madres, tener hijos, aunque más nunca supieran de aquellos hombres que habían puesto la semilla.

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Y así aquel pueblo estaba lleno de niños que corrían aprisa e iban por todas partes repartiendo sonrisas. Nadie sabía quiénes eran los padres y su procreación era imprecisa. Y en el pueblo se decía que eran niños que habían llegado con la brisa.

HASTA UNA PRÓXIMA HISTORIA, AMIGOS