Llegué a Macondo
una tarde lluviosa.
Melquiades me dio
la bienvenida en
una casa vieja
llena de ollas,
tubos de ensayo
y mecheros.
Sentada en un taburete,
Remedios la Bella,
hermosamente alada,
cantaba.
Esa misma noche,
caminé con Michel Ardan
por el pueblo,
mientras veíamos
a una Luna blanca
y llena, hacer maromas
imposibles para
que fuéramos a visitarla
en su soledad.
Acudí a dormir,
y ya en un sueño,
tropecé con Jean Valjean
triste y lúcido,
bramando su indignación,
mirando cómo se endurecía
la hogaza de pan
que robó para saciar
el hambre de sus sobrinos.
Un hambre secular.
Un hilo de sol
me despertó temprano.
asomé entredormido
a la ventana
y miré a un Rimbaud
en torbellino
azotando a los versos,
rompiendo los muros,
dando alas al
poema.
Bastó un día,
uno de tantos,
para entender
que somos
rebeldía, amor,
aventura y pasión,
coraje y osadía.
Abre el libro,
hojea, hurga.
Allí cabalgando
está el corcel
de tu sabiduría.
