_{Fotografía original de Pexels | David Floyd}

 

El soplido del Dragón Dorado

   

    Entró a su camarote solo para coger el mapa que guardaba con recelo. Una vez afuera lo extendió contra el follaje, comparándolo como un artista que aprecia las similitudes entre el paisaje y su obra. Dio por sentado que había llegado a la Isla de los Sauces Rojos.

    Los tres navíos atracaron y el capitán William Bonnet, a paso lento, hacia la tierra firme. Con los ojos abiertos como platos apreció los famosos sauces que daban el nombre a aquel pedazo de tierra de leyendas.

    —Este lugar apesta a magia muy antigua, mi señor —dijo Tavoz, el mago a su servicio, quien tenía la mala costumbre de ser muy silencioso y tomar desprendidos a la tripulación —. Ande con cuidado.

    Bonnet percibía la peste, aunque a su parecer la isla olía a azufre más que a magia.

    —Los dragones son magia viva, mi señor —replicó Tavoz, como si pudiera leerle la mente. Esa era otra de sus malas costumbres.

    Al adentrarse a la isla, camino a los alrededores del volcán ubicado en su centro, tal como señalaba el atesorado mapa de Bonnet, el mito de la ciudad de oro dejó de ser una anécdota. El pirata y sus hombres comenzaron a apreciar en el camino pequeñas pepitas doradas, que pronto se convirtieron en grandes rocas de oro puro.

    A medida que se acercaban al volcán las piezas de oro parecían ser más elaboradas y antiguas. Jarrones, armas de caballeros, armaduras de elefantes y demás indumentaria demasiado grande y pesada como para ser vestida por un ser humano. Todo en oro y piedras preciosas.

    —¿Cómo es esto posible? —comentó un pirata, claramente asombrado, a espaldas del capitán.

    —"Como un cuervo que busca la perla más brillante, el Dragón Dorado recolectó por siglos, de aquí y allá, oro. Nadie sabe qué fue de su fortuna, pero se dice que podría llenar una isla entera" —citó William, las leyenda que alguna vez su padre le contó a él.

    Por siglos no, lo que veía parecía ser el resultado de miles de años de oro acumulado. Aquella isla había sido la guarida de Duurux Do Vax, llamado el Ladrón de Oro por unos, y el Dragón Dorado por otros. William siempre creyó que ninguno de los motes le hacía honor a las historias que protagonizó Do Vax. Sin embargo, al ver toda la riqueza que recubría el lugar, se convenció de que el segundo era más acertado.

    Al pie del volcán una gran cueva se extendía en su interior. Eso también estaba en el mapa. Todo parecía descrito con demasiada exactitud como para ser cierto.

    —Mi señor, lo esperaré aquí si me lo permite —replicó Tavoz.

    —¿Por qué razón, mago?

    —Criaturas extrañas, nunca vistas por el hombre, merodean entre los bellos sauces rojos —dijo —. Temo que, si no tenemos cuidado, terminaremos como moscas dentro de una planta carnívora —William no entendía de qué iba la cháchara, Tavoz también era molesto para ir directo al grano. Entonces dijo: —Necesito hacer un hechizo. Algo que nos proteja del peligro exterior.

    —Está bien —respondió. Aunque un escalofrío recorrió su nuca, no quiso verse temeroso y decidió ignorarlo. Desenvainó su espada y sus hombres hicieron lo mismo; adentrándose al interior de la cueva.

    Apenas terminaron de pasar, una gran roca tapó la entrada. Alguien gritó «¡Enciendan las antorchas!» y el capitán masculló una maldición. «No me digas que ese mago hijo de perra...». Su pensamiento fue interrumpido por un sonido, semejante a aire circulando por las paredes del lugar. «Debe haber una salida cerca» concluyó.

    Sin embargo, el sitio se llenó de un espeso polvo amarillento seguido por el soplido, e inmediatamente se sintió cansado. Intentó mantenerse de pie, y aunque no lo logró, aguantó suficiente tiempo para ver a sus hombres caer uno por uno, y palpar su brazo izquierdo, que se endureció y tornó de color dorado.

XXX

Juan Pavón Antúnez

 

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