Hispaliterario 34/Un pequeño libro en el tren

in Literatos14 days ago

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Eva esperaba en la antigua estación de trenes de la ciudad de Milla. Sentada en un banco, se cerraba su abrigo de color lila alrededor de su cuello porque a esa hora hacía una brisa que le enfríaba las orejas y la nariz. La luz apenas comenzaba a cubrir los techos de los pequeños edificios. La neblina se resistía a dejarlos.

El tren no tardaría en llegar. A las 6 y media le había dicho el vendedor de los tickets. Era su tercera semana en este país y estaba adaptándose a los continuos cambios en su vida. Sentía nostalgia y un vacío en el corazón.

Sus pensamientos vagaban en los últimos días con su madre y hermana, mientras sus ojos permanecían fijos en los rieles, dos líneas que nunca llegarían a encontrarse.

El sonido del tren la volvió a su presente. Con sus colores rojo y plateado se impuso a la neblina y se detuvo. Las puertas se abrieron, todas al mismo tiempo, en una clara invitación a subir.

Eva se levantó, tomó su morral y subió al primer vagón. Se acercó a la ventana para mirar el paisaje, eso la distraía durante las cuatro horas de viaje. Otros pasajeros subieron, mujeres y hombres, jóvenes y viejos, niños con sus padres.

Eva observó al anciano que se sentó a su lado. Llevaba un gorro que le tapaba las orejas y un suéter de color marrón, como los que su mamá le tejía a su papá y que él se ponía cuando tenía que trabajar de madrugada. Era conductor de autobús y había muerto años antes de que Eva decidiera emigrar.

El hombre tenía una barba gris y espesa y sus ojos, al mirarla cuando le pidió permiso para sentarse, eran grises y profundos, surcados de arrugas. Sus manos estaban curtidas como las de los trabajadores del campo.

―¡Buenos días! ¿Me puedo sentar aquí? ―su voz era ronca pero suave.

―Sí, por supuesto.

Eva sacó su teléfono y se colocó los audífonos. Aislada de las demás personas y con la mirada fija en el paisaje de colinas verdes alternadas con cultivos y casas, no se dio cuenta cuando el anciano se bajó en la tercera estación.

En el asiento había dejado un libro. Era pequeño y con la portada desgastada, tanto que le habían colocado una tapa de cartón, por lo que no se veía el título ni el autor. Allí estaba esperando que alguien lo tomara y Eva era la persona más cercana. En la hilera de asientos del otro lado del pasillo las personas no alcanzaban a verlo.

Pero Eva estaba tan distraída en su mundo que aún no se había dado cuenta de su presencia. ¿Y qué podía hacer el pequeño libro para llamar su atención? Deseaba que ella lo tomara y curiosa lo abriera y descubriera el maravilloso mundo que él guardaba. Ansiaba que sus dedos acariciaran sus páginas y sus ojos leyeran las palabras que allí estaban escritas.

Era una historia que la iba a emocionar. En algunos momentos la haría llorar como si sintiera en su corazón la tristeza más profunda y las lágrimas iban a correr por sus mejillas. Pero también reiría y pudiera ser que a carcajadas, todo dependía de su sentido del humor. Y sentiría ternura y compasión, pero también rabia e impotencia ante las injusticias. Y se asombraría ante lo desconocido.

Si Eva me descubriera aprendería mucho más del mundo que la rodea y su mente se abriría a un universo infinito y conocería a tantas personas maravillosas como ella misma. Y ya no se sentiría sola.

Y así el pequeño libro se imaginaba todo lo que pudiera enseñarle y estaba seguro de que ella nunca más lo dejaría. Sería su compañero por el resto de su vida.

El tren se detuvo en la última estación. Las gotas de una lluvia fina y fría entraron por las puertas abiertas. Eva se separó de la ventana, se quitó los audífonos y guardó el teléfono. Se recogió su larga cabellera castaño claro con una cinta azul y se puso un gorro también azul tejido por su madre y salió del tren. No miró el asiento de al lado y mucho menos al pequeño libro.

Eva caminaba por el andén apresurada, no quería mojarse ni llegar tarde a su destino.

―¡Señorita! ¡Espere!

Un joven con un sobretodo amarillo corría para alcanzarla, pero ella pensó que no era ella la señorita a la que llamaban y camino más rápido.

―¡Espere!, dejó su libro.

El joven llegó hasta ella y con una sonrisa que a Eva le pareció encantadora le entregó el pequeño libro.

―Lo dejó sobre el asiento. Es un libro muy bueno. Yo lo leí y me gustó mucho.

Eva pensó por un instante decir la verdad, que el libro no era de ella, pero recordó que cuando niña a ella le gustaba leer, pero lo había olvidado y sus libros estaban relegados y llenos de polvo en la pequeña biblioteca de su casa.

―Muchas gracias, fuiste muy amable en traérmelo.

Y mientras sonreía por primera vez desde que llegó a esta ciudad, tomo el libro de sus manos y lo abrazó como se abraza a un amigo entrañable.

La llovizna seguía cayendo y eso la alegró, porque los días nublados también son hermosos.


Este es el relato que escribí para conmemorar El día del libro, aceptando la invitación de @hispaliterario en su edición #34. Invito a mis amigos @rinconpoetico7, @vezo y @jjmusa2004 a participar. Acá el enlace .

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