Elara nació en el silencio, no con el llanto estruendoso que se espera, sino con un suspiro. Cinco minutos después, su pequeña vida ya estaba marcada, grabada a fuego.
Una anciana con un pañuelo color azafrán en la cabeza la sostuvo. "Su nombre será Elara", decretó con voz seca. "Pertenece al Pueblo del Velo, es ciudadana de la Tierra Fértil y su fe es la de los Caminantes del Sol."

Elara creció en una aldea de casas de barro, rodeada de los colores del azafrán y la luz del sol que, según decían, les había dado la vida. Desde niña, le enseñaron tres cosas:
El Pueblo del Velo era el más puro, y los demás (los del Hilo, los de la Roca) eran inferiores.
La Tierra Fértil era la única tierra bendita; cruzar la Frontera era traición.
Los Caminantes del Sol eran la única fe verdadera; sus rituales eran la clave para la felicidad eterna.
Aprendió a envolver su cabeza con el velo al cumplir los diez años, a recitar los cantos sagrados y a mirar con desconfianza a cualquiera que no oliera a azafrán. Defendía esas tres cosas con una furia silenciosa. Si un niño del Pueblo del Hilo se atrevía a entrar en su mercado, ella era la primera en gritarle que se fuera. Estaba defendiendo su vida, su identidad.
Un día, a los dieciséis, se aventuró más allá de los campos conocidos, impulsada por una curiosidad que la Fe prohibía. Cruzó una colina y, al otro lado, en lugar del desierto que le habían prometido, encontró una ciudad llena de ruido y colores vibrantes.
Allí vio a una chica de su edad. Llevaba una túnica de lana azul, el uniforme de los llamados "Hijos de la Roca", y su cabeza estaba descubierta. Estaba sentada junto a un pozo, leyendo un libro gastado.
Elara se acercó, lista para confrontarla.
"¡Tú! ¿Qué haces en la Tierra Fértil? ¡Vete a tu Roca estéril!", le espetó, sintiendo el ardor habitual de la justicia.
La otra chica, cuyo nombre era Lira, levantó la vista. No se veía malvada ni estúpida, solo cansada.
"Estamos a cinco pasos de la Frontera, Elara," dijo Lira con calma, señalando una línea invisible en el suelo. "¿O debería llamarte... Hija del Velo? Soy de la Nación de la Nube. ¿Te han dicho alguna vez que mi tierra es la que tiene los mejores ríos?"
Elara sintió un pinchazo. "¿La Nación de la Nube? Eso no existe. Eres una extranjera, y tu fe es mentira."
Lira suspiró y cerró el libro. "Mi madre es de la Nación de la Nube y de la fe del Viento. Mi padre es de la Roca y de la fe del Pozo. ¿Sabes qué me eligieron a mí? La Nación de la Roca y la fe del Pozo. Pero mi madre, a escondidas, me enseñó los cantos del Viento."
Luego, Lira hizo algo inesperado. Se quitó el brazalete de piedra que la identificaba como de la Roca, lo dejó en el suelo y preguntó:
"Si nacieras ahora mismo, Elara, ¿elegirías el azafrán? ¿O te gustaría, quizás, el azul de mi túnica, solo porque es bonito?"
La pregunta golpeó a Elara como una piedra. Nunca se lo había planteado. Nunca había elegido nada. Solo había defendido.
Se quedó quieta, mirando la línea invisible de la Frontera, luego el brazalete de piedra en el suelo, y finalmente, su propio velo de azafrán.
No sabía la respuesta, pero por primera vez en dieciséis años, el ardor de la defensa se había desvanecido. Solo quedaba el frío, limpio y vasto, del miedo a la libertad.
Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.

