Bogomilo de Brabante reprendía a los fumadores a la vez que calaba un cigarro en sus labios. Al principio le sonrieron pero cuando Bogo actuó con violencia la cosa se puso tensa. Se escenificaron insultos aderezados con empujones. Pero Bogomilo, sin dejar de fumar durante todo el adagio, se desprendió de su blanca camisa, dejando ver a los agraviados fumadores una diamantina camiseta azul. También un pistolón sujetado con clavos de plata a su cinto. Se les cambió la cara. Algunos corrieron como en las películas mudas. Los menos reían, saboreando el absurdo y entrando, de todos modos, al estanco. En el caso de Marcos, este cerró los ojos y, exhalando tres largas respiraciones, se disolvió en el aire. Bogomilo contempló el milagro y a punto estuvo de tragarse del susto el cigarro. Se quemó la lengua y lo dejó caer al pavé.
Tres días después vio a Marcos de nuevo. En la tele. Era un mago. Bogomilo dudó entonces de su misión antinicotínica. Contempló la posibilidad de que estuviera loco pero recordó de inmediato las palabras de Estrión. Si piensas que puedes estar loco es que no lo estás. Resopló aliviado. En pantalla, Marcos daba el pego de verdadero mago thelemático. Quizás dispusiera de una capa invisibilizadora que desplegaba en un tris para asombro de la audiencia. Mejores performances que la suya. Todavía le dolía la lengua por la quemazón del cigarro. Pero le dolía aún más por la indefinición de su actuación enfrente del estanco. Como compensación dejaría de fumar. Ya no tenía sentido mantener la tensión irónica postmoderna. ¿Qué parte de aquella experiencia fue sueño y cual realidad?
Bogomilo se retiró a su domicilio para no salir a actuar en las calles. Dejó de hacer ejercicio. Adelgazó a pesar de engordar barriga. Un ciclópeo paquete de cigarrillos planeaba sobre el Monte Elbruz en sus sueños. Embarrancaba en la cumbre y gigantescos cigarros se precipitaban montaña abajo. Bogomilo los veía venir como avalancha de bisontes y despertaba siempre justo antes de ser arrollado. El sueño se repetía de madrugada, y al despertar sentía pegajoso el sudor de la congoja.
Una noche contempló, en el habitual bosque alpino de su recurrente sueño, como se le acercaba un hombre salido de entre los arbustos. Se llamaba Sergio y le dio un consejo para salir del pernicioso bucle. “Imagina una manija de puerta, una que te sea habitual. Siéntela en tus manos, su tacto, su temperatura, su forma moldeando toda tu palma y dedos. Cuando veas que la avalancha de cigarros se acerca para arrollarte piensa en la manija. Vuelve a sentirla como te he dicho. Y gírala. Abre la puerta y sal de la pesadilla”. Tras el consejo Sergio Broz se despidió de Bogomilo y una nube arlequinada blanquiazul se lo llevó a otras regiones del sueño. Sin despertar aún cayó en la pesadilla recurrente pero se le olvido concentrarse en el pomo de la puerta.
Al despertar se agarró con fuerza a ello, al concepto. No paró de pensar y sentir la manija durante todo el día. Al acostarse, agotado, solo tenía en mente el objeto. Pero volvió a fracasar. Tras una semana de intentos, el jueves trató de descomprimir y salió de copas con dos amigos. A las cuatro y media transitaba por la bocacalle cocido en vodka con limón. Vomitó justo en la acera enfrente de la estafeta de sus performances antitabaquistas y se tuvo que recostar en el escalón de entrada a un portal porque no se tenía en pie. Todo le daba vueltas y le era imposible mantener un solo pensamiento coherente. Allí mismo llegó la pesadilla. Los cigarros volvieron a deslizarse por el monte Elbruz, en avalancha hacia él. Bogomilo rio embotado. En el momento del aluvión, empero, una chispa le iluminó y pudo agarrar el pomo de la puerta del salón de casa de sus padres. Al fin consiguió escapar de la pesadilla. Cerró la puerta tras de si y empezó a ahogarse en un mar de burbujas tintas. Despertó ayudado por las palmaditas de uno de sus compañeros de farra.
Con la resaca llegó su determinación de dejar de emborracharse. Y fue cumpliendo su promesa durante quince días. Los vecinos del barrio comentaban los progresos del bueno de Bogomilo. Le daban palmaditas en la espalda. Él no encajó demasiado bien estos halagos. Se refugió en la imaginación de girar el pomo y escapar. Le molestaba la condescendencia. Las risitas. En los pretéritos enfrentamientos con fumadores el combate parecía de igual a igual. Ahora, en cambio, sentía que las palabras de ánimo drenaban su energía. Una derrota tras otra. Se daba cuenta de la situación y no paraba de agarrarse a la imaginaria manija, con los nudillos en extrema tensión.
Una noche la pesadilla volvió y con un suave giro de la manija abrió la puerta y escapó. No cayó esta vez en ningún océano intempestivo de vodka o vino tinto sino en la serena orilla de una isla. Y en la isla encontró una pequeña cabaña llena de libros. Bogomilo los contempló, intentando con esfuerzo enfocar su mirada en los títulos. Se sentó en un taburete rústico de tres patas de madera y decidió esperar. Algún título consiguió leer en los lomos. Los recitaba en voz alta. No entendía las palabras pero le hacían sentir bien, como cuanto tenía seis años y paseaba por la ciudad de la mano a sus padres y les leía los letreros de las tiendas. Sentía sosiego en aquel lugar, leyendo títulos y esperando. Intuía que vendría. Y llegó. Sergio Broz entró en la cabaña y se dieron un abrazo.
Sentados ambos en sus respectivos taburetes de madera hablaron de esto y aquello. “Este es uno de espacios de descanso en el reino del sueño, Arturo. Puedes venir a refugiarte aquí cuando quieras, y leer estos libros. Aprenderás mucho. Hay todo tipo de trucos de magia en ellos. Quizás aprendas a hacerte invisible”. Arturo Bogomilo Tobal le dio las gracias y se volvieron a abrazar. Despertó llorando lagrimas dulces. Empezó a visitar habitualmente la biblioteca, la onírica y una diurna también. Aprendió el oficio de carpintero y acabó consiguiendo un trabajo. Un día dejó sobre el taburete de la soñada cabaña isleña un regalo para Sergio. Una chapa del botellín del mosto que sus padres le solían comprar siempre que iban juntos, de vacaciones, a un bar de Laredo. En la actualidad no venden ya esa marca pero el recuerdo de la chapa azul con el relieve blanco de un ciervo visibilizó oníricamente el objeto. Un mes después Sergio regresó a la cabaña y encontró la chapa allí. Sonrió. Esa chapa es uno de sus más apreciados amuletos en sus viajes por el sueño. Le ha sacado de muchos apuros en determinadas atmosferas cargadas de excesiva fragmentación, paranoia y saturación simbólica. La chapa le mantiene a ras de nube. Y aunque Bogomilo no ha vuelto a visitar ese rincón del sueño no hace falta. Cada vez que Sergio vuelve a esa islita contempla un taburete vacío y acaricia la chapa que le regaló Arturo.
Fuente de la foto: PIXABAY
Texto original de @chejonte
Un oniroverso repleto de símbolos, de situaciones surrealistas, de lenguajes arquetípicos que navegan a uno y otro lado del velo de Isis. Arturo Bogomilo...algo de bogomilas o cátaras fueron sus aventuras. Y difícil es que en un mundo metafórico y onírico no apareciera una montaña sagrada, como el Elbruz.
Quizás al final el cuento me haya quedado un pelín ejemplarizante. Pero bueno, me interesaba darle vueltas a esa ordalía de Bogomilo. La nube inconsciente me ha llevado allí y ahí queda.
Ja, ja..es lo que tiene: las nubes inconscientes tienen sus propios planes. Yo creo que está bien así.
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