Se apaga Enrique, su mente no confía ya en la materia. Se esfuman las esposas con las que atrapaba a los demonios de andar por casa, los raterillos que correteaban por callejuelas y aeropuerto. Enrique los cazaba, sabía reconocerlos. Las esposas eran su objeto fetiche. Cuando las ponía sentía calidez y orgullo. Ya no, las ha perdido, no las encuentra. Sigue viendo demonillos por las calles y los pasillos de Barajas, pero no tiene fuerzas ni eficacia para atraparlos. Además, se ríen de él. Saben que Enrique es ya inofensivo. Y son más numerosos que nunca. Nadie los para. Enrique olvida las palabras y pierde los hilos de las tareas que emprende. Los demonillos le miran desde la ventana de enfrente a su piso. Han conseguido entrar en casas, podrían entrar en la suya. Podrían poseerlo a él.
Se le olvida, pero no deja de sentir pesadumbre y tensión en sus cervicales. La cabeza le pesa, se ladea. La perdida cabellera parecía elevarle, servirle de flotador. La calva le aplasta. Enrique intenta superar sus noches oscuras. Es fuerte de carácter y tozudo de espíritu. Se revuelve contra su destino. Apunta sus letras en cuadernos. Claves para el yo futuro, intentando duplicar y triplicar los hilos por si estos se rompen. Se rompen cada vez más.
Enrique sueña y retiene sus sueños. Los repasa compulsivamente en duermevela. Siente que la catástrofe se acerca. Puede ser mañana o en veinte años. Se acerca el paseante del desierto. Huellas sobre las dunas. Debería disfrutar, olvidar. Olvida equivocadamente lo necesario, lo importante. Se estanca en lo accesorio. Se desenfoca ante el espejo del Rey Pescador. La pantalla de plata le llama.
Respira y sueña Enrique. No saldrá más ya a la calle. El aire está salfumado con partículas de plata y yodo, nanorobots virales que extirpan los descubrimientos y eurekas conciudadanos. Los velos rasgados vuelven a alzarse y Enrique siente impotencia. No sabe ya porqué llora ni si verá algún día Marte a ras de suelo, en movimiento parejo a una mano de carne y hueso.
Enrique duda de su longevidad. El reloj le insulta, le grita obscenidades. Nunca fue su amigo, de todos modos. No tiene. Sueña con las esposas. Intenta retener el sueño. Se concentra en cada detalle. Lo repite en su nube; dos, tres, cuatro veces. Cada vez se le escapa algo. La nube es sudor confuso, es como ese estribillo de canción que repites una y otra vez, y cuando lo buscas en tu lista de reproducción se te escapa de las manos entre la maraña de canciones con que lo comparas. Se pierde.
Se perdieron las esposas de apresamiento de los ladronzuelos preternaturales. Pero en el Reino del Sueño permanecerán durante al menos mil años. Son unas esposas simples pero muy útiles y valiosas. Sergio Broz las necesitará más de una vez a lo largo de sus peripecias oníricas. Y lo que las hacen destacar es que son recientes, tan recientes como 2015. Son el último objeto material transportado permanentemente al Reino de los Sueños. Es increíble que se unan a objetos y artefactos tan míticos y poderosos como los que permanecen allí desde hace 20.000 años.
Todo gracias a Enrique y ese ensueño donde intentó sin éxito retener la idea de sus preciadas esposas. Puso tanto empeño que las hizo trascender sin él saberlo. Siguió sin saberlo. Fue trasladado a una residencia en Majadahonda y falleció solo, consumido por el Alzheimer. Nadie, excepto un puñado de onironautas, le reconoció ni le reconocerá jamás por su extraordinaria labor en la incorporación de valor al Reino del Sueño.
Fuente de la foto: PIXABAY
Texto original de @chejonte
Una antológica descripción de lo que podría compararse, literariamente hablando, con el ocaso de los dioses. La angustia de ver que nos vamos, que nuestra lucha con el reloj es un combate perdido de antemano; que cada que pasa, se acelera y vamos siendo cada vez menos. Pies que caminan hacia el precipicio de la nada. Me gusta tu forma de escribir y creo que con algo de tesón, la gente empezará a conocer una faceta muy interesante del amigo Chejonte.
Es agobiante la sensación que produces.Es ese querer y no poder. Como los recuerdos, hasta los más próximos, se te deslizan como fina arena entre los dedos. Se ve el final como se acerca pero no lo puedes ni retrasar un segundo. Agobiante. El escrito es buenísimo.
La trascendencia de los que dejan su huella en ese mundo compartido de los sueños. Impresionante descripción de una mente que se apaga y una personalidad que muere en el olvido.
Muchas gracias caballero andante.
un post inresante ,es triste ver a un ancianito que era una persona muy preparada consumida por el Alzheimer.