El brazo no era brazo, el brazo era brasa. Y una muy ardiente, además. Se observaba a sí misma y veía su cuerpo femenino, lleno de curvas, suave al tacto, cada que la acariciaban, sus vellos sonreían. Miraba a su hermano gemelo (que sí era brazo) y parecía sentirse cómodo con serlo. Ella no, ella sabía que no era brazo ¿Cómo era que el resto no se enteraba? Tal vez no lo hacían porque — aunque siendo brasa en su interior — ella funcionaba igual que un brazo; nunca se quejaba, siempre cumplía con su trabajo sin respingar y rendía igual o más que su hermano, porque tenía la ventaja de haber nacido del lado derecho. Nunca antes levantó la voz, nunca se quedó paralizada, nunca se negó a abrazar un cuello ajeno, a cargar las maletas o a saludar a un desconocido en la calle. Hasta hoy, que ya cansada de tanto disfraz y mientras el resto del cuerpo descansaba, obligó a su hermano a cortarla de un solo tajo. Se disculpó con el hombro y una vez desprendida de todos los tendones y bañada en sangre, gritó que lo único que pedía era ser reconocida como brasa. Además así, Brasa con s.
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