Era un día de semana, lo recuerdo bien porque todos los lugares que solía frecuentar estaban abiertos: la librería, el museo, el cafecito bohemio y famoso que llevaba años recibiendo en calle La Plazuela a muchas almas perturbadas y espíritus artistas. Tenía dinero; era de esos días raros y contados en los que cargaba en mis bolsillos billetes de la más alta denominación y como yo solo trabajaba por amor al arte, lógicamente decidí gastarlo en libros, café, cervezas y cigarros. No todo de una vez, pero tampoco puse demasiado esfuerzo en ahorrar. Había salido de mi apartamento al mediodía porque mi intención era almorzar fuera; en aquel entonces todavía disfrutaba de los momentos a solas, me gustaba estar conmigo misma. Aprovechaba esos espacios para pensar en lo ya pensado, para hacer planes a corto y mediano plazo, planes que, por supuesto nunca vieron la luz porque eran inverosímiles, tenían fechas imposibles y propósitos vacíos. Hoy me digo a mí misma que a esa edad, todos planeábamos de la misma manera, me lo digo para justificar mi alma soñadora que nunca tuvo pies en la tierra.
Llegué al parque central y en cuanto di mi primer paso en aquellos adoquines fuera de lugar, me sentí artista. La plaza te envolvía con sus palomas buscando alimento en las manos de la gente, los tumultos de personas caminando sin dirección aparente, pero con una prisa inexplicable. Los vendedores bordeando todo el lugar, acechando a los transeúntes quienes se hacían a un lado para evitar verse tentados por las ofertas con los productos de temporada. Recuerdo que habían construido una especie de anfiteatro justo en medio del parque; estaba adornado con un escenario que tenía una enorme concha de nylon blanco donde se presentaban distintos grupos de baile, canto y demás artes. Ese día era el turno del coro de una escuela bilingüe. Eso explicaba el desfile de militares a lo largo de la peatonal y las calles aledañas. Pasé de largo, las canciones que interpretaban estaban en inglés y todas pertenecían a bandas gringas; no merecía la pena quedarme a escucharlos, porque podía oír esa misma música en casa. Aun así, me sentía artista. Caminar por el parque central se había puesto de moda por aquellos días; todo el que lo hacía debía hacer fotos y publicarlas en las redes sociales más populares, sin la infaltable cita de algún escritor canónico de la literatura universal. Yo era una de esas personas. Me encantaba mostrarle al mundo lo bohemia que era y cuánto disfrutaba caminar por el parque, aunque solo lo hiciera en unos de esos contados días en que tenía dinero.
Me dirigí hacia la peatonal y un señor sentado en el suelo, con las manos llenas de tiza de colores me recibió; tenía una sonrisa amarga, que solo provocaba ternura a causa de su falta de dentadura. En las baldosas recién colocadas en la ahora remodelada peatonal, dibujada el rostro de un Cristo, una imagen que rara vez fallaba al momento de pedir dinero a los extraños. No le di ni un tan solo lempira. Nunca le doy dinero a la gente de la calle, ni niños ni ancianos, mucho menos a los jóvenes; les niego mi muy trabajado dinero a todos por igual. Le hice una foto al desdentado pintor de Jesús y seguí mi camino. Todavía no decidía dónde almorzaría, pero esperaría a que el hambre y mi estómago tomaran esa decisión por mí una vez que los olores de la comida callejera comenzaran a pulular por las avenidas.
Al final de la peatonal, viré a la izquierda como de costumbre, en dirección a la librería. Un viejo rótulo color negros y letras blancas anunciaba sus horas de servicio; el lugar era una de esas casas antiguas construidas por los primeros pobladores del casco histórico. Cada vez que llegaba, me aseguraba de pasar mis dedos por los vetustos bloques de adobe que se asomaban a la altura de la cadera de una persona con una estatura promedio. El polvo se pegaba en la yema de mis dedos y dibujaba mis huellas dactilares. La librería, a primera vista, era un espacio pequeño; con apenas dos clientes dentro, ya se podía incluir en los índices de hacinamiento y pobreza extrema. Pero doña Caíta nos recibía a todos; era una viejecilla con el cabello blanco y algunas canas negras, quien, junto a su también anciano esposo, atendía la librería. Apenas tres paredes nos rodeaban, todas repletas de libros desde el zócalo en el suelo hasta el encielado que cubría el techo; tenían títulos de una gran variedad, todos clásicos eso sí. Se resistían a vender escritores nuevos o sagas adolescentes con ediciones en inglés para los que gustaban leerlos así. Y por eso me gustaba esa librería: era purista, como yo.
Por supuesto, no todos los ejemplares estaban en los estantes de madera de aquellas tres paredes; cuando se le pedía a doña Caíta alguno que no estuviera allí, se le veía atravesar una puerta que llevaba a una bodega enorme que expedía olor a tinta y a cajas. Más de alguna vez, estiré un poco el cuello y alcancé a ver los enormes libreros repletos de libros forrados con papel plástico para evitar el daño por el polvo. Siempre quise poder entrar a esa bodega, yo le agradaba a doña Caíta, pero no tanto como para dejarme pasar.
Entré y la saludé con las palabras de costumbre, como siempre, le pregunté por su nieta, quien había sido compañera mía en el colegio, me contestó lo mismo de todas las veces: Montserrath está estudiando, le voy a decir que pasaste.
Una vez cumplidos los saludos y formalidades, me dispuse a lo mío. Repasaba los libros primero con los ojos y luego con el dedo índice, tratando de identificar cuál sería mi próxima adquisición, cuál sería el próximo libro que llevaría a casa para guardar en mi recién adquirido librero, comprado en la mega tienda de muebles, hecho de madera que no era madera, y que venía acompañado con un manual en la caja que especificaba cómo armarlo en menos de veinte minutos y que además incluía las herramientas para hacerlo. Le colocaría la fecha en la primera página y lo guardaría por orden de color, simulando uno de los adornos más de moda en mi sala.
Tan entretenida estaba leyendo los títulos que avanzaba caminando de lado como los cangrejos, sin percatarme que esa tarde, yo no era la única visitante. Dos, tres pasos hacia la izquierda y choqué con un muchacho que parecía tampoco haber reparado en mi presencia. Nos vimos y ambos pedimos disculpas por nuestra torpeza. Su aspecto me llamó mucho la atención, pero no quise verlo de más para no incomodarlo. Aun así, lo observaba con la comisura de mi ojo: camiseta azul, vaqueros rasgados y con el ruedo sucio, una barba de varios días, de tez oscura, más bajo que yo y el cabello también oscuro, un poco largo, usaba lentes de aro de grueso y bastante grandes, cargaba un morral de colores que recordaba a las artesanías que venden en Valle de Ángeles. Terminé de examinarlo y tomé mi decisión de compra: El Túnel de Ernesto Sábato. Justo cuando me acerqué al mostrador contrario para pagar, él también se asomó. Crimen y Castigo había sido su elección. Nos dirigimos sonrisas cordiales, pero forzadas. Me despedí de doña Caíta y salí con dirección hacia el museo. Una vez en la calle, saqué los audífonos de mi bolsillo y reproduje de forma aleatoria las canciones guardadas en mi dispositivo mp3. Cuando me disponía a cruzar la calle, miré hacia atrás para asegurarme de que ningún vehículo a exceso de velocidad interrumpiera mi paseo, mi sorpresa fue ver al tipo de los lentes y barba grande a pocos metros de mí, también con intenciones de cruzar la calle. No me pareció sospechoso, dado que más allá de la librería, no había muchas opciones de camino. Seguí avanzando y retomé la peatonal, rumbo al museo. El edificio color amarillo se erguía imponente en medio de aquellos otros viejos edificios sin color y tapados por rollos de alumbrado público. El museo se había convertido en una atracción turística para extranjeros y para aquellos que nunca antes visitaban el parque central; una nueva administración se había encargado de cambiarle la imagen al lugar, desde pintura hasta el contenido de las exposiciones, todo aquello acompañado por una fuerte campaña en redes sociales que invitaba a los hondureños más cool a visitarles. En la entrada, me recibió un tipo que no se caracterizaba por ser risueño y que no sé cómo consiguió ser la primera cara que viéramos los visitantes al llegar. Me explicó que debía pagar treintas lempiras si tenía carnet de estudiante, cincuenta si ya me había graduado y setenta y cinco si no había nacido en Honduras, que debía dejar mi mochila en los casilleros y que no podía utilizar mi teléfono dentro de las instalaciones. Pagué la cantidad según mi categoría y tomé unos de los trifolios en el mostrador. El pabellón principal estaba cubierto por una estructura metálica que sostenía unos cristales que dejaban pasar la luz natural, al fondo se encontraba los distintos salones, cada uno con una exposición diferente. Los recorrí uno a uno fingiendo auténtica admiración por pinturas que no entendía y que además me parecían feas y que, de tener el dinero para comprar, nunca las tendría en mi casa. En el fondo me arrepentía de haber pagado los treintas lempiras y pensaba que en su lugar pude haber comprado un paquete pequeño de cigarrillos, pero eso es algo que jamás admitiría en voz alta. Traté de avanzar lo más rápido que pude, pero simulando interés. Cuando salí por la puerta izquierda del último salón, vi entrar al tipo de los lentes y barba grande por la puerta derecha. Hice ademán de regresar para asegurarme de que era él, no fue necesario, él salió al pasillo y me saludó con la mano. Le devolví el gesto y seguí mi camino hacia la salida. Un poco despreocupada, retiré mi mochila del casillero y salí del museo. Aún me quedaba un buen trecho del resto de la tarde y ya mi estómago comenzaba a resentirse por la falta de comida. Mi primer impulso fue entrar a un sitio de hamburguesas, pero recordé que tenía que registrar la visita en Swarm y que ese lugar no encajaría en mi tarde bohemia. El cafecito de La Plazuela era la opción correcta. Audífonos, lentes de sol, botella de agua en mano y comencé a andar, ahora ya un poco más a prisa porque tenía hambre y porque el sol parecía haberse anclado a mi mochila sin darme tregua. Diez minutos después o, mejor dicho, tres canciones después, había llegado a mi destino. Toqué el timbre y un par de segundos más tarde, escuché el portón abrirse. Dentro estaba oscuro, apenas se podían ver unas pocas mesas iluminadas por luces navideñas ubicadas a los lados formando un pasillo central por el cual se llegaba al jardín trasero donde había más mesas. Esas eran las mesas que yo buscaba porque estaban en el área destinada para los fumadores; en aquel entonces, todavía se nos permitía ejercer nuestro derecho a echar humo mientras nos tomábamos un café o una cerveza en un lugar público. Me senté e inmediatamente se me acercó una muchacha sonriente con el menú en mano, le pedí el platillo del día y que lo acompañara con una limonada. Encendí el primer cigarrillo y a través del humo del primer jalón, vi al tipo de los lentes y la barba grande. En lugar de asustarme, me resultó agradable reconocer su rostro. Le indiqué al tipo encargado del portón que había alguien afuera y esperé a que entrara; estaba a punto de invitarle a mi mesa, cuando fue el quien preguntó si podía sentarse. Accedí y pedí disculpas de antemano por el humo de mi hábito tabáquico. Me explicó que él también fumaba, pero que no tenía cigarrillos; le ofrecí uno y fumamos juntos.
— Vos eras el que estaba en la librería ¿cierto? — le pregunté.
— Y en el museo — me contestó. Su adelantada respuesta me tranquilizó un poco porque supuse que ambos estábamos al tanto de lo inusual de nuestro encuentro en tres puntos diferentes.
— ¿Me estás siguiendo? — continué con tono de broma.
— No, al parecer solo tenemos la misma agenda para hoy.
La plática nos llevó por la crítica de la exposición recién visitada, por lo acogedor del cafecito que nos recibía, por los pocos lugares que tenía Tegucigalpa para poder salir y respirar algo de cultura y finalmente, desembocamos en los libros comprados en la librería. Le conté que ya había leído el que él había comprado y que justamente yo tenía esa misma edición; sin que me la pidiera, le di mi opinión sobre Dostoievski, una opinión que incluía frases como “fue un filósofo empírico”, misma que me había robado de un muy querido y culto amigo de antaño. Toda mi verborrea estaba construida para dejarle en claro que yo era una de las intelectuales ad honorem en Tegucigalpa, que vivía por y para el arte, sobre todo la literatura, que me dedicaba a tomar café por las tardes y a largas caminatas por el parque central los fines de semana. Nada de eso se lo contaba con intenciones de coquetear, puesto que no me atraen los hombres, la intención final de mi monólogo era jactarme de mi bagaje cultural y nada más; lo que me hubiera hecho ver muy mal, de no ser porque él lo correspondió de la misma manera. Sacó otros libros que cargaba en su morral, entre ellos Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Robert Stevenson, el que me recomendó con afán de profesor de colegio. Prometí buscarlo y leerlo.
Almuerzo y café terminado, nos dimos a la tarea de ver la hora. Increíblemente, eran ya las seis de la tarde. Es sorprendete lo rápido que pasa el tiempo cuando nos sumergimos en conversaciones que nos hacen ver bien. Es como si no pudiéramos parar de hablar y la plática se convirtiera en una competencia para determinar quién sabe más sobre el tema de turno. Nos volvemos enciclopedias llenas de nombres, fechas, títulos y los más ágiles, hasta recitan fragmentos enteros de sus libros favoritos. Yo nunca he logrado siquiera recitar de memoria el himno nacional; en las ocasiones en las que me ha tocado cantarlo, siempre voy un segundo atrasada observando a las personas a mi lado para saber qué palabra sigue. Así que, en mi charla de aquella tarde, cada vez que quería hacer referencia a alguna cita, parafraseaba y metía mi voz en el relato.
Pedimos la cuenta y nos miramos fijamente, ambos sabíamos que no queríamos abandonar aquel lugar, o no necesariamente el lugar, sino las circunstancias; a esas alturas, nos daba igual seguir la conversación en el estacionamiento de una gasolinera rodeados de carros modificados al ritmo de canciones populares que elogiaban a las perras y a los hombres con cadenas brillantes y gorras de los Yankees.
— Aquí ya van a cerrar, pero conozco un lugar cerca que permanece abierto hasta la madrugada ¿Querés ir? — le invité.
Aceptó con mucho entusiasmo, en ese momento supe que el esnobismo nos envolvía a ambos. La misma sensación de superioridad que me había embargado toda la tarde y que me volvía adicta a su conversación, lo impulsaba a él a acompañarme al bar. Nos fuimos caminando. Las calles estaban mojadas, una lluvia discreta había caído durante el tiempo que estuvimos recluidos en el café.
Pedimos la misma marca de cerveza, compramos dos paquetes de cigarrillos también ambos de la misma marca a un niño vendedor ambulante y retomamos nuestra pretenciosa plática. Cualquiera que nos veía, hubiera pensado que éramos amigos de años por la forma en que nos reíamos a carcajadas y por cómo discutíamos acaloradamente sobre temas igual acalorados. Me contó que era de La Ceiba y que había estudiado Derecho, lo que nos llevó a debatir sobre si el aborto debía ser legal o no. Diré que por razones que no puedo explicar, no recuerdo su nombre o siquiera habérselo preguntado, lo cierto es que, si lo hice, ya había tomado lo suficiente como para haberlo olvidado. Perdidos entre humo y envases vacíos, vimos una mano extendernos la cuenta y escuchamos una voz anunciarnos que estaban a punto de cerrar el local porque la alcaldía prohibía que los jóvenes estuviéramos fuera de casa después de las dos de la madrugada. Lo miré fijamente y aunque estas palabras nunca salieron de mi boca, recuerdo haberle agradecido la compañía. Me gustaba lo cómoda que me había hecho sentir, me gustaba que las preguntas triviales sobre mi situación sentimental o familiar no encontraron lugar. Reparé en que realidad, no habíamos tenido tiempo de intercambiar ningún tipo de información básica: nombres, números de teléfono, dirección o siquiera usuarios en redes sociales. Un primer impulso me llevaba a hacerlo, pero decidí jugarnos una pequeña broma y no preguntar nada. Supongo que él pensó lo mismo porque tampoco me interrogó. Pagamos, nos dimos la mano y cada quien tomó su camino de regreso a casa; yo, con una sonrisa en el rostro, sintiéndome artista otra vez, pensando que por superficial que fuera el mundo bohemio en esta ciudad, lo disfrutaba y que no podía esperar a tener dinero otra vez para volver al centro y visitar la librería, el museo, el café, tal vez en compañía del tipo con los lentes y barba grande.
Tres días después recibí un mensaje de texto en cadena dirigido a mí, pero con la petición de reenviarlo a cuanta persona conociera como un servicio a la comunidad. David Ernesto Enamorado Chacón, 36 años, ceibeño, abogado buscado por la policía, acusado de asesinar a cuatro mujeres jóvenes, él llevaría su propia defensa frente al Ministerio Público. Se le había visto frecuentar pequeños cafés en el centro, donde conocía a sus víctimas. Al final del mensaje, se adjuntaba la foto del delincuente: un tipo con lentes y barba grande.