Girando entre sus dedos la ancestral moneda, el joven Thiago, sentado sobre un viejo tronco en el patio de la casa colonial, se deleitó en la posibilidad de poseer las tres que pertenecían a su estirpe desde tiempos inmemoriales. Era una fantasía ilusa, puesto que aquellas dos se habían extraviado hacía bastante; su generación no había contado con la suerte de poseer a tres buenos guardianes, por lo cual él era el único que, gracias a su buena memoria, logró conservar el tan preciado objeto, cuyo valor simbólico se había perdido parcialmente, de modo que se hallaba rodeado de una bruma de leyendas y cuentos fantásticos, a veces sin sentido. Sin embargo, le resultaba práctico distraerse pensando en ello, dejarse llevar por alguna que otra asociación al azar, verse en la cima del poder familiar, cubierto de gloria, para así olvidar lo ocurrido esa misma mañana en su dormitorio, cuando su hermano mayor, quien no era lo que podría llamarse un bullying pero sí un matón, decidiera inmovilizarlo con un gancho para así poder hablarle al oído de las cosas que iba a hacerle por ser el niño mimado elegido para llevar la moneda.
No podías resistirte a alguien como él, Lucio, que así se llamaba. Podías ser una persona llena de confianza, dispuesto a defenderte de cualquier avasallador, pero igual, si él lo quería, te usaría como juguete. Y esta vez había decidido que Thiago debía ser parte de algún ritual demoníaco que se sacó de quién sabe dónde. No podía huir, porque igual los amigos de Lucio le encontrarían dondequiera que estuviera, así que se limitaba a esperar su momento, sin saber si acaso le iban a cortar una mano o le dibujarían una estrella de cinco puntas en la panza con una navaja. Sus padres no estaban, se encontraban de viaje, y el resto de sus hermanos eran mayores y trabajaban, aparte de que no se tomaban en serio sus intentos de pedir ayuda, dado que no consideraban que Lucio fuera peligroso.
Pero de veras lo es, pensaba mientras distinguía el grabado en la moneda, el símbolo que más bien parecía una cabra de tres cabezas en medio de un escudo sobre el cual rezaba la palabra Clavis (por el otro lado, sólo había una cruz). Cuando, por casualidad, fue enviado a comprar víveres cerca de la calle donde rondaba Lucio, por accidente tuvo que contemplar una de sus travesuras. Habría sido fácil que lo vieran pasar, pues eran muchas personas las que acompañaban al desgraciado; se escondió detrás de unos cubos de basura para esperar a tener la oportunidad de escabullirse, pero gracias a ello sufrió uno de sus traumas más desagradables.
Un chico rubio, medio gordito, portando un traje que de seguro le dio su abuelo, se hallaba en medio de la burlona pandilla, que parecía haber escuchado algún chiste muy gracioso, y Lucio lo sujetaba por el cuello de la chaqueta. Con la otra mano balanceaba ante los ojos asustados del pobre una pinza para cortar alambres, con la que no pensaba hacerle algún bien. Oh, claro, era imposible que planeara cortarle algún dedo, no creía que fuera capaz. Tal vez sólo lo asustaría y ya. Se equivocaba, desde luego, porque a continuación vio cómo el chiquillo chillaba de dolor, sujetándose el rostro cubierto de sangre, tras perder gran parte de su nariz. Thiago estaba seguro, no lo ponía en duda, de que uno de los delincuentes tomó el trozo de carne y lo masticó hasta tragárselo.
Y el niño desapareció, jamás lo encontraron. Nadie creyó en su historia y desde entonces no lo tomaban en serio cuando hablaba de Lucio, ese pobre joven descarriado que sólo necesitaba algunos consejos. Estaba consciente de que la historia era un poco disparatada. ¡Caníbales! Sólo un tonto se tragaría semejante barrabasada. Hombre, la única forma de probar que se trataba de alguien peligroso, era formando parte de una de sus locuras, y hoy se daría ese caso, lo cual lo tenía muy asustado y a la vez ansioso. No es que disfrutara el dolor, pero por lo menos podría grabarlo, si es que no descubría el aparatito que se guardaba en su bolsillo.
Se escucharon voces, risas, provenientes de la parte de enfrente de la vivienda. Los miembros de la pandilla, casi secta, estaban llegando, lo más probable que acompañados también por su hermano. Tras unos instantes de constante ruido, tropezones, de seguro, con las cosas que llenaban las salas y pasillo de la morada, se vio rodeado por unas quince personas, entre las cuales se incluían tres mujeres de aspecto masculino, vestidos todos con pantalones vaqueros rotos, chaquetas de cuero, collares extravagantes con símbolos horribles, pulseras con púas; tenían muchos tatuajes diabólicos y sus peinados parecían extraídos de una discoteca de mala muerte. Alguno soltó un comentario sarcástico sobre el aspecto inocente de Thiago y luego se carcajeó. Lucio y algunos más traían consigo los objetos que formarían parte del ritual. Plumas enormes de un ave desconocida, dientes y cuernos de animales, además de un libro cuya cubierta parecía estar hecha de metal, grabada con símbolos extraños. ¿Qué harían a continuación? Ya lo vería. Una de las mujeres empezó a trazar un círculo alrededor del tronco en que se sentaba, utilizando una tiza verde fosforescente. No dibujó una estrella, pero sí escribió alguna que otra cosa en los bordes de la figura. Mientras tanto, Lucio y los otros empezaban a colocar los objetos a los pies de Thiago, quien ahora temblaba de miedo, aunque todavía no hubiera visto el filo de una navaja.
-Gracias a mi habilidad para encontrar cosas valiosas, querido hermano -decía Lucio, una vez ordenados los objetos y ahora hojeando el libro ante sí-, he dado con este raro libro familiar, un libro de conjuros. Está escrito en la vieja lengua que conocía nuestro tatarabuelo, pero por suerte hace tiempo que logré aprenderla, al menos un poco, ja, ja. ¡Dame la moneda!
Thiago extendió la mano, sudando a montón, seguro de que le esperaba la muerte, de que le revisarían los bolsillos a su cadáver y descubrirían su intento de recabar pruebas en contra de todos esos maniáticos. Lucio, riendo, le quitó el pequeño objeto, lo tiró en medio de los cuernos y dientes y agregó:
-Invocaremos a un demonio para que te devore. Es mejor fin para ti, porque no quisiera ensuciarme las manos con alguien tan insignificante.
El demonio, un demonio para devorar, qué locura. Nunca en su vida vio algo sobrenatural, pero sentía miedo, miedo pavoroso, cuando le contaban historias acerca de seres fantasmales o posesiones a jóvenes creyentes. Se dio cuenta de que su temor se materializaba en su rostro puesto que los pandilleros empezaron a reírse con frialdad. Esto le traería pesadillas por mucho tiempo, si llegaba a sobrevivir…
Lucio sacó su navaja y le hizo un corte en el antebrazo a la vez que leía en voz alta algún conjuro que sonaba como si se estuviera ahogando en un líquido espeso. La sangre surgió de la herida, entonces su hermano aprovechó para empapar la hoja de metal de su arma y luego tirarla entre los objetos, al lado de la moneda, que de algún modo empezó a emitir un sonido parecido a un silbido lejano. Bueno, al menos eso parecía, eso le decían sus oídos a Thiago, mientras trataba de contener las lágrimas. Todos los pandilleros, ahora muy serios, se sentaron y se tomaron de las manos, cual seguidores de Charles Manson. Algo estaba a punto de pasar, las puertas del infierno se abrirían, las criaturas humanoides, de rostros horripilantes, emergerían, extendiendo sus alas, para llevarse el regalo ofrecido por Lucio y sus compinches…
Thiago despertó en su cama al otro día, sudando, gritando, como saliendo de una pesadilla que fue muy real. En su mano aún estaba la moneda, la apretaba con tal fuerza que se le llegó a marcar en la piel. Conservaba su perfección ancestral, su cabra, su palabra, su cruz, todo aquello que la hacía parecer de otro mundo, pero al mismo tiempo había algo que andaba mal, algo que no encajaba con su recuerdo de ella. No se daría cuenta hasta buen tiempo de la transformación que ocurriría. Y antes de que llegara ese momento, sólo pudo volver a su vida normal, sin tener idea de si debía o no contar lo ocurrido a un miembro de su familia, o si mejor se iba directo a la policía con la grabación. Claro, todo eso se vino abajo cuando se puso a revisar su grabadora y descubrió que sólo había estática en todos los minutos que registró, pues con toda seguridad el ambiente del ritual había sido invadido por alguna presencia que anuló cualquier posibilidad de recabar pruebas. Entonces sus ánimos se derrumbaron, su propósito con respecto al asunto se resumió en tratar de ocultar la herida de su antebrazo de cualquier curioso, seguro de que no se le ocurriría nada coherente para tapar el verdadero origen de esta.
Mirando atrás, en sus recuerdos, se daba cuenta de que no había sido tan malo, no le habían arrancado la nariz ni nada por el estilo, y lo mejor era que Lucio se ausentó bastante de la casa a partir de entonces. Qué más podía pedir…
La cabra ya no tenía tres cabezas, sino sólo una, la cual iba perdiendo, muy lentamente, su apariencia animal, al punto que en unos días parecía ser un hombre cornudo, de cuatro ojos. Thiago, donde fuera que estuviera, se iba llenando de terror, un terror que le atenazaba el pecho al punto que de vez en cuando sentía que no podría seguir respirando. El día se acercaba, el día en que el demonio apareciera para engullirlo. ¡Debía contarle a alguien o explotaría! Allí se acordó del extrovertido hermano que poseía, uno de los pocos que por lo menos llegaba a replantearse las cosas que pensaba. Sí, no lo consideraba un chico sincero cuando se trataba de hablar de Lucio, pero por lo menos parecía sensato, de esos sensatos cuya racionalidad y gustos suelen hacer que lo tilden de loco, pero daba igual. Su cuarto estaba en la parte delantera de la casa, siempre cerrado aunque se decía que dentro guardaba objetos extraños, máquinas del tiempo, libros prohibidos por la iglesia, entre otras cosas. Una tarde, cuando el susodicho volvía de su trabajo, Thiago lo abordó apenas entrando por la puerta del dormitorio, dispuesto a encerrarse hasta el día siguiente, y le dijo:
-Henri, tengo algo que quisiera consultar contigo.
-No me molestes, Thiago, sabes bien que ando ocupado. A menos que sea algo científi...
-Podría serlo, creo.
Por supuesto que, tratándose de un caso relacionado con rituales demoníacos, sería absurdo afirmar que era un tema científico el que se hablaría en la posible conversación entre ambos, pero había un detalle que inquietaba de una manera curiosa a Thiago, un pequeño aunque significativo suceso que presenció la noche anterior. Su dormitorio era tan oscuro que cuando apagaba la bombilla solía tropezarse una que otra vez con sus propios zapatos, dejados en mal sitio, y sin embargo, a la una de la madrugada su sueño fue perturbado por una luz plateada proveniente de algún rincón, una luz un tanto extraña, uniforme, pálida, casi fantástica, pero al fin y al cabo, una luz. Cuando buscó la fuente con la mirada, vio que provenía de la moneda, emergiendo, en apariencia, de cada partícula que la conformaba. Acercó sus asombrados ojos a ella, buscando distinguir una luminaria, quizá, o algo mágico, y, para su decepción, en cierto modo, encontró miles de pequeñas de esas luminarias, que seguramente aún no se inventaban, sobresaliendo por entre pequeños agujeritos que de manera espontánea se habían materializado. Esto lo confundió, lo sacó de su temor y lo condujo a aquellas historias de ciencia ficción que tiempo atrás se había atrevido a leer a escondidas de sus religiosos padres. Por ello pensó en este hermano, quien, ahora que soltó aquella última afirmación, le permitió entrar al dormitorio.
Ninguno de los rumores eran ciertos, por lo que pudo comprobar, aunque sí era verdad que poseía libros, muchos libros, subidos uno encima del otro en un desordenado cúmulo de torres que amenazaban con venirse abajo, libros de ciencias, probablemente, con datos sobre el cosmos, con métodos de cálculo, de modelado matemático, e incluso teoría cuántica. La cama, con la ventana sobre ella, estaba deshecha, en un revoltijo de sábanas.
-A ver, cuéntame -dijo Henri, una vez cerrada la puerta y ambos sentados en la cama, único sitio libre para ello.
-¿Te acuerdas de la moneda que me hicieron conservar?
-Sí.
-Tiene algo extraño, parece haber cambiado y... ayer estaba haciendo cosas raras.
-¿Ah, sí?
-Mírala. -Thiago le pasó la moneda, con su monstruo extraño pero sin el brillo.
-Vaya -dijo Henri, luego de examinarla detenidamente, observándola con una pequeña lupa que extrajo de su bolsillo-. Por eso rechacé esta cosa, no es normal. -Hizo una pausa para mirar al desconcertado Thiago, luego agregó-. No pensarás que también se me extravían las cosas fácilmente, ¿verdad?
-Ehm, supongo que no.
-Sí, mentí. Estas monedas son un misterio total. Las he investigado incluso, y no me parecen nada seguras... ¿Tienes idea de lo que causó su cambio?
-Uhm, sí. Es una larga historia -titubeó Thiago-. Tal vez no me lo creas.
El chico, lleno de temor, procedió a relatar los sucesos relacionados con su otro hermano, Lucio, y el ritual, casi seguro de que sería echado de allí de inmediato. Sin embargo, Henri sólo se quedó pensativo luego de terminada la narración y una última breve explicación basada en algunos blandengues razonamientos nacidos en aquella inmadura mente, que consistían en una especulación acerca de conspiraciones y alienígenas ancestrales, venidos miles de años atrás para construir pirámides.
-Espera, Thiago, no te precipites -le atajó Henri, pasados unos largos segundos, todavía observando la moneda y su palabra escrita-. No creas que no sé nada sobre el posible origen de este objeto. La cuestión es que Lucio cometió un error al intentar el ritual sin las otras dos monedas, que por cierto no están tan extraviadas como dicen.
-¿Qué quieres decir? Explícame.
-Creo que estas monedas abren algo, que no puedo imaginarme. Y creo que podríamos abrirlo si sacara las otras dos monedas de donde las escondí.
-¿Tú robaste los obsequios de la familia?
-Sí.
-¿Por qué?
-Te lo dije, creo que son peligrosas. Aunque, pensándolo bien, no estaría mal probar cómo funcionan.
-No entiendo. ¿Por qué piensas eso?
-Podríamos obtener nuevos conocimientos... ¿Lucio no dijo la palabra que sale aquí?
-No recuerdo, me desmayé.
-No debe haberla dicho... Clavis -susurró Henri.
La moneda dio una sacudida violenta, escapando de la mano de Henri, quien se asustó tanto como Thiago. Ambos se quedaron boquiabiertos al ver que de pronto las otras dos monedas estaban junto a esta, todas flotando, girando alrededor de lo que podría decirse era un centro de gravedad, esperando, brillando cada vez más. Entonces, casi tan repentinamente como aparecieron las que hasta ahora estaban escondidas, el trío se esfumó, evento tras el cual la puerta se abrió de sopetón, dando paso no al pasillo contiguo, no a una parte conocida de la casa, sino a un abismo, una oscuridad impenetrable, como algo que era imposible imaginar por uno mismo. Entonces Thiago se puso de pie, desesperado, recordando los miedos que en su más temprana edad le atenazaron la mente; dio vueltas sobre sus pies, sudando, a punto de tener un ataque de ansiedad, pero, al darle la espalda a la puerta, se quedó helado, paralizado por la sensación de una mano enorme, desproporcionada, que se posaba en su hombro.
Continuará...
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